SUCEDIÓ EN LUISIANA
- LABIOS ENTREABIERTOS
- 21 abr 2018
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El viento del sur había arrastrado la humedad del Caribe hacia el interior. John Steelman III se había levantado con el alba y había marchado a la plantación con el sol todavía bajo. Después de toda una mañana cabalgando entre aquel mar verdoso y blanco, concluyó que la cosecha sería buena. En un par de semanas, tres a lo sumo, comenzarían a recoger las flores de algodón blanquecino hasta llenar los miles de sacos que esperaban en el granero.
Cuando se sumergió en la bañera, sus músculos cansados se dejaron acariciar por el agua tibia y el roce de la sábana que la cubría. Miró en dirección a la ventana abierta y contempló el inmaculado cielo azul.

―Que vengan lluvias pero sin viento ―se dijo mientras frotaba su cuerpo con la pastilla de jabón cuya aroma a eucalipto y rosas comenzaba a impregnar la estancia.
La sirvienta no se sorprendió cuando Engó, que era su nombre real, entró por la puerta principal. “El diablo” como le llamaban los esclavos en la plantación, movía con agilidad un cuerpo de casi 1.90 de altura y 100 kg de musculatura, huesos y una piel negra que brillaba entre los algodonales, reflejándose en ella el sol de Luisiana. Aquella plantación era su mundo y casi su reino. Porque “el diablo” era esclavo y señor de su dueño, y de nadie más. Lo entendió desde muy niño cuando vio morir a su padre en medio de los algodonales, con un enorme cesto de mimbre a la espalda, los labios resecos por el calor y la piel troceada por el sol y los vientos. Su madre aún resistió unos años bajo el látigo del padre de su amo. Cuando murió consumida como una retama, se dijo ya no debía temer por nada, se había quedado sin nadie salvo los otros esclavos que lo habían visto crecer. Fue entonces cuando nació “el diablo”.
Su caminar espacioso anunció su llegada. Las puertas de la estancia se abrieron dejando escapar el aroma que le recordaba a la piel de su amo. Y allí lo encontró, en la bañera, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y un ligero movimiento de su mano derecha que se escondía bajo el agua.
―Será una buena cosecha. Sólo hay que esperar que no lleguen tormentas del norte ―exclamó aquél nada más sentirlo llegar.
Engó no respondió, cerró la puerta tras de sí y permaneció inmóvil.
John Steelman III, lo miró lentamente sin dejar de masturbarse. Había pasado el tiempo pero siempre que lo tenía frente a él, a solas en una estancia, sentía la necesidad casi obsesiva de arrancarle la ropa y comenzar a lamer el cuerpo de aquel dios azabache que lo miraba con frialdad.
―Ahí tienes agua fresca para lavarte ―le dijo indicándole con un gesto el par de baldes repletos de agua y varios cazos de madera flotando sobre la misma.
Engó se desabrochó la camisa empapada en sudor dejando entrever su poderoso pecho. La mirada de su amo se centró en la musculatura delvientre. El agua de la bañera comenzó a derramarse a medida que los movimientos de la mano de su amo ganaban en brusquedad. Cerró los ojos mientras su esclavo se deshacía de las pesadas botas y volvió a abrirlos cuando desanudaba el cordón que le sujetaba los pantalones. Apenas unos segundos más tarde, el miembro de Engó, flanqueado por dos poderosas piernas que pareciesen esculpidas en mármol, se mostraba ante él.
Un ligero dolor, apenas un punzada, y un calambre de placer recorrieron el miembro de John Steelman III que decidió ponerse en pie para evitar tener un orgasmo que debía esperar.
El capataz de la plantación, el diablo, observó como su amo salía de la bañera con cuidado, mostrando su miembro erecto y un manojo de vello pelirrojo, oscurecido por el agua, se acercaba hasta él. Sin decir palabra alguna, tomó uno de los cazos, lo sumergió en el balde y luego dejó que el agua resbalara por el cuerpo de esclavo. A medida que lo hacía, sus manos comenzaron a acariciar aquel poderoso cuerpo de ébano. A medida que lo hacía comprobaba, como muchas veces antes, el tacto de aquella piel rugosa y suave al mismo tiempo.
Mientras volcaba un par de cazos más de agua, no pudo evitar situarse tras él y ceñir con fuerza aquel poderoso cuerpo contra el suyo. Y poco a poco, situó su miembro entre las pétreas nalgas de Engó mientras sus manos comenzaban a acariciarle su gran miembro.
―Estírate ―le ordenó, para que dejase reposar su cuerpo sobre un largo asiento de madera que había mandado hacer años atrás. Disponer de Engó a su antojo, postrado sobre el asiento, y comenzar a manipular su miembro sintiendo entre sus manos como, poco a poco, aquel se hacía más y más grande, señalando todas las venas y músculos que lo conformaban, se había convertido en un delirio que conseguía robarle la razón.
Pronto, John Steelman III necesitó ambas manos para poder abarcar las dimensiones de aquel miembro endurecido que se mostraba ante sus ojos en total plenitud. Continuó moviéndolo una y otra vez, arriba y abajo, sin cesar en su cadencia mientras besaba sus muslos. Y, a medida que lo hacía, su excitación aumentaba hasta que no pudo soportar la tentación de lamer con fuerza los testículos de un Engó que permanecía inmóvil. Sintió el vello del esclavo entre sus labios y luego el palpitar de las venas que los envolvían. Acompasó el movimiento de sus manos al de su lengua para poder sentir mejor la dureza de aquéllos.
―Ya no puedo más ―exclamó.
Al escucharlo, el esclavo se incorporó dejando su lugar al amo. Éste se tendió boca arriba, ofreciendo todo su miembro a Engó. El esclavo, que sabía de los gustos de su amo, lo tomó entre sus manos.
John Steelman III sintió las fuertes y rugosas manos de Engó apretando su miembro para luego moverlo de arriba abajo con cierta violencia. De repente, sintió como su amo intentaba hacerlo lo mismo con el suyo, sin éxito.
―Mójate encima de mí ―atendió a ordenarle con la voz entrecortada.
La mano izquierda de Engó tomo su propio miembro por la parte más baja mientras su amo lo hacía en el resto. Engó se sentía incapaz de eyacular si sólo su amo era quien lo masturbaba. Se conocía mejor que nadie y, también, los gustos de su amo. Así, con su mano derecha moviendo el miembro de su amo, y con la izquierda el suyo, continuó por unos minutos hasta que presintió el final. Se abalanzó sobre el pecho de su amo. Una primera efusión impactó en el vientre de aquél, mientras que una segunda y una tercera lo hicieron sobre el pecho.
Sin dejar de masturbar a su amo, Engó cerró los ojos y sintió una leve sacudida que le recorrió la espalda. Era placer y hacía tiempo que dejo de pensar que significaba todo aquello.
Cuando volvió a la realidad, encontró como su amo continuaba moviendo su miembro todavía endurecido mientras el suyo comenzaba a derramar los primeros flujos.
―Dame fuerte ―consiguió ordenarle entre jadeos.
Engó sabía lo que quería. Situó sus testículos sobre los de su amo y comenzó a moverlos con cierta fuerza a medida que su mano también aumentaba la rudeza de sus movimientos.
Y, de repente, junto con un grito apagado, el cuerpo de John Steelman III comenzó a sentir sacudidas de placer mientras de su miembro brotaba el blanquecino líquido, mezclándose sobre su vientre, con el del esclavo.
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